Ricardo Osvaldo Rufino  mir1959@live.com.ar

 

Días pasados, la presidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, en su primera alocución luego de la muerte de su esposo, dijo que los jóvenes de hoy tienen suerte porque se los cuida, se los protege y se les da un país prometedor. No deben pasar por lo que padeció su marido, el ex presidente; se refería a la persecución y la represión de otras épocas. La presidenta empleó una metáfora cuando aseguró que veía en ellos la cara de Néstor Kirchner.

Es verdad, los jóvenes argentinos respiran hoy un clima de libertad que, a mi entender, no saben valorar adecuadamente.

Porque, claro, no siempre fue así: durante mi adolescencia nuestro padre no sólo nos daba consejos sino que nos obligaba a cumplir con una tarea. Su sola presencia imponía respeto y autoridad. Un maestro vestido de blanco nos retaba y amonestaba. Un sacerdote nos culpaba desde el atrio. Un militar nos gobernaba. La policía nos sospechaba. Se nos castigaba. Y me estoy refiriendo a la vida normal de un joven de clase media. Nuestro deseo era escapar. Irnos. Buscar afuera el aire que no encontrábamos en nuestros hogares.  Salir de casa, ser libres, tener sexo, poder descubrir otros sitios, inventar lo nuestro. Golpeábamos las paredes del muro que nos fueron asignadas y soñábamos con un boquete. No estábamos presos, pero casi. Luchábamos contra la autoridad. La militancia y la contracultura fueron la expresión liberadora de muchos argentinos, ahora cincuentones. Estoy hablando de las décadas del 60 y del 70.

Ahora, en cambio,  es como que los jóvenes no tienen necesidad de luchar por su libertad, ya les viene concedida de origen. Y, aunque parezca mentira, eso provoca en ellos cierta sensación de frustración. Porque la adolescencia y la primera juventud  –señalan los psicólogos- son etapas de la vida en que predominan la rebeldía, el disconformismo y el afán de luchar por conquistar valores importantes: por ejemplo,  la libertad. ¿Qué lucha, entonces, pueden tener que llevar a cabo los adolescentes de ahora si prácticamente tienen todo servido en “bandeja de plata” –vuelvo a aclarar, estoy hablando de los sectores medios-?

Las madres divorciadas les hacen un lugar para que se sientan cómodos y no se vayan. Hacen el amor con sus novias en sus propios hogares. Poseen computadora, celular, filmadora, televisor plasma, utilizan Facebook y Twitter, cuentan con mp3, ropa de marca  y…demás.

Elementos materiales, comodidad, todo en el contexto de un país  en el que comprar una vivienda e intentar independizarse o iniciar un proyecto de pareja es imposible por los costos monetarios desproporcionados. Obtener un empleo en blanco, ni pensar. Los trabajos son temporarios casi por definición.  Por otra parte, hay datos duros que indican que el escenario está muy lejos de ser idílico: la deserción escolar ya alcanza niveles de flagelo. La desocupación juvenil también. Cientos de miles de jóvenes ni estudian ni trabajan a lo largo y ancho del territorio nacional. Para sumar tenemos el paco, vía de escape de los jovencitos cuyo presente no es como el de los de las franjas sociales más acomodadas.  El sida. El aborto. Los delitos que nos cercan. La violencia familiar aliada a la miseria que hace que muchos pibes también sueñen con huir y no saben adónde, o padres que los quieren echar sin saber tampoco cómo ni adónde. Todo en el contexto de un país con profundas desigualdades sociales y económicas, con la presencia de una escisión que parece agudizarse sin remedio.

Y aquí viene la gran paradoja: una inmensidad de jóvenes urbanos de mi país observan día a día que su presente es particularmente cómodo, pero también observan que su futuro asoma con un color gris, pesado, ese gris que poseen las tormentas amenazantes de pleno verano.

Y esa paradoja los confunde. Y los lleva a adoptar conductas (violencia, alcoholismo, drogadicción) bien demostrativas de ese estado de confusión. Con las mismas están diciendo: “Vivo el presente sin límites ni restricciones, no me importa nada, si total futuro no tendré…”. En fin, un escenario contradictorio y complicado.

Al respecto, esto es lo que opinó el filósofo Tomás Abraham en un artículo publicado por el diario Perfil, el 12 de noviembre próximo pasado:

“En la medida en que el desarrollo de las fuerzas productivas se acelera, el proceso de exclusión laboral  se agudiza. El nudo no se desata sino que se aprieta aún más. Pero la queja debilita. La juventud debe prepararse. No se ‘es’ joven. Se transita por la juventud, y por poco tiempo. No basta la militancia, hay que agregarle el conocimiento, la pasión por el estudio, no sólo académico, sino la preocupación por la excelencia en el oficio. Es una apuesta, no tiene resultado garantizado, vale por su vitalidad y optimismo”.

Eso es, me quedo con este concepto: la juventud debe prepararse, estudiar, apostar vigorosamente por el aprendizaje, pensar que lo que hagan en el presente siempre –siempre- será el mejor pasaporte hacia un futuro superador. Y nosotros, los padres, debemos inculcarles que no siempre todo será tan fácil, que pertenecemos a un mundo muy competitivo en el que solamente los más capaces e instruidos tendrán ubicación. Y que es  obligación de ellos aportar todos los días un granito de arena para comenzar a confeccionar ese pasaporte.